El arte de ser blasfemo

El arte de ser blasfemo

“A todo hombre que sueña le falta un tornillo.
Este tornillo no los volverá cuerdos;
por el contrario, los preservará contra la pérdida
de esa locura luminosa de la que se sienten orgullosos.”
Quinquela

Y aunque esté muerto seguiré diciendo que estoy enfermo.

No es que esté loco, sino que domino muy bien el arte de hablar con Dios. A veces he blasfemado, me he burlado de él y le he escupido a la cara, sin reírme. Dicen que estoy enfermo, sólo porque vomité cuando se tiró un pedo. Dicen también que se me zafó un tornillo y que voy pateándolo sin pisar raya (porque es de mala suerte) hasta el peor lugar del mundo. No comprendo. Dicen por ahí que debo buscar aquel tornillo pero sin encontrarlo, porque una vez que lo encuentre, el sueño retornará a la máquina de café y no se sabrá de quién es el tornillo: si de la máquina o de mi cabeza. Pero ayer abandoné la metáfora y hoy busco el destornillador ansiosamente entre los tiliches que celosamente guarda el desorden de mi taller.
Entre manchas de aceite y calendarios de años recónditos que exhiben mujeres en lencería, hago el simposio entre el sueño y yo, místico y erótico, que nos llevará al trillado juego de ajedrez y a la embriaguez de cada viernes, a la meditación sonámbula y a una dialéctica lamentable de la que buscaremos cualquier pretexto para hacer el amor. Pero qué puedo hacer para evitar el pecado, si su cuerpo somnífero se me enreda como constrictor sobre las llagas causadas por las brocas, los tornillos, las tuercas y la demás hojalata que hay en el suelo, como si alguien maliciosamente la hubiera arrojado cuando me dispuse a la blasfemia. El sueño me dijo: dios es pésimo para jugar matatena. Hago una aclaración: no soy impío, ni poeta ni tampoco mecánico, sólo soy un hombrecillo que arregla máquinas de café.
Vallejo sigue sonando con acritud en mi cabeza: “yo nací un día que dios estuvo enfermo”, dijo. Y yo me la creí, traicioné con pujanza mi dogma y negué a dios tres veces. La primera vez llegó al taller, ya lo esperaba. Le pedí amablemente que esperara su turno, pero él insistió en que lo atendiera primero; era la costumbre. Pero me negué rotundamente a hacerlo y lo persuadí a esperar con una revista pornográfica en el asiento. Cuando pude atenderlo ya se había marchado. Al otro día lo vi llegar en su vieja camioneta tirada por ángeles parcos, quienes bajaron luego una chatarra, que más que máquina era un paralelepípedo de colores y forma neoplasticista. Ah! Mondrian, exclamé, es un honor tenerlo aquí para cuidar su salud. Pero dios, al advertir mi reverencia articuló una serie de improperios y graves injurias y se marchó furioso azotando la puerta. Me quedé un momento mirando aquel cuerpo de simple geometría y lo examiné detenidamente. El olor a cafeína era determinante para concluir qué carajo se traía dios conmigo. Y volvió al tercer día, boyante y con una risita intimidante, y como era de suponerse me pidió compostura para su máquina, y le dije: no señor, aquí no arreglamos máquinas de café, pero arreglamos sueños y una que otra alma, por si le interesa… Y enojado, más que el día anterior, dio manotazos a lo largo de mi taller, tirando las herramientas, tañendo el metal contra el suelo. Le dije: calme, calme, arreglaré el desperfecto de su máquina, pero por favor váyase. Y se fue. Dios había regresado a su reino, satisfecho por mi gran oficio.
El sueño se cuelga hoy de mi sombra, a la siniestra del deseo, y yo sigo caminando (sin pisar raya) buscando mi tornillo. Me encontré con un amigo la otra vez, y me preguntó desconcertado si los sueños eran una blasfemia. Yo le dije, naturalmente, que sí, y que la culminación de la blasfemia era la enfermedad. Y agregué: pero no te preocupes, hermano, ser blasfemo no es otra cosa más que venderle a Dios una máquina de café descafeinado.
Dios nació un día que estuve enfermo (…) era un sueño extraño, era la muerte, pero al fin de cuentas estaba enfermo.

Si estar loco es la facultad de hablar con Dios, soñar es la virtud de blasfemar y negarlo.

Unificación

Unificación

I

En las arenas de Jesucristo, mendigando
más allá de la limítrofe de Jerusalén,
reunidos todos, los hijos de la lluvia esperan
esquilmar, ávidos, rapiña mezquina.

Dios ha creado el universo a semejanza de su edén;
éter biófilo.

Y en aporía, disímil, da gen al tesauro de los avernos,
el pandemonio, que férvido expone su necrófila
altivez.

II

Hombre privilegiado, que gozoso e injusto
mereces el ayuno del prepotente, ante tu esposa
e hijos, maldigo tu bienaventuranza…

Tuyo es el mundo, en el que siembras las leyes
y cosechas la injusticia;

el litigio mórbido…

Tuyo es el mundo, soplo de pluma al vacío,
epíteto erótico pero siniestro de la fertilidad,
tus aires acogen los huracanados cielos
y construyen abstracciones:

carrozas de fuego níveo,
hisopos y asechanzas de ceniza,
razón dicha, hijos de la lluvia…

… ¿qué hacen fuera de Jerusalén?


Hombre indigno, de oprobio,
en tu corazón está el desdén acérrimo
a tu virtud,

desmereces el mundo nutricio, pero lo privas
de ausencia.

Oh! pútrida simbiosis, oh! miserere del mundo,
corruptela e indigna causa,
el efecto será apocalíptico,
alquimia del deseo preponderante.


tú que asesinas al justo y al virtuoso,
tú que te llamas pecado
sopesa tu destino (…) Dios lo perdona todo.

< Hombre que vanaglorias la areté,
considera tu inmortalidad;

tuyo es el infierno…

Hombre pragmático, corrompe tu corazón,
y derrumba las maravillas
con tu ciega fe.

Hombre de dogmas, patrocina la mitosis de tu espíritu,
pero deja tu alma intacta.

Hombre, muere justamente en los paradigmas
del Logos.

Asimismo, que la arenga prevea la anarquía,
rebélate y urde el estandarte de la guerra,

Filósofo, da razón de tu muerte y niega al universo;
así como Dios te ha negado.

Músico, abre los grifos místicos
y que el alma se derrame sobre los blasfemos.

Pintor, hazle ver al ciego su necedad.

Escultor, esculpe el espíritu con
la carne del desgraciado. >


Hombre, clavícula del tiempo, tuyo es el espacio
donde impera el vacío,
donde han muerto las esperanzas, más cerca
de lo que se juzga.


Universo, pérfido Caos, útero de los andróginos,
así te ha mancillado el hijo de la lluvia

Tuya es la cadena adamantina
del depredador cosmogónico,

Hombre, que todo tuyo es el mundo y el universo;
el amor y el odio,
la vida y la muerte,
yo te maldigo.

¿Cuál es tu privilegio para ser amo de la materia
y de la antimateria un ente que prevalece?

Desaforado yo que no habito el universo,
cuerpo de carne y nervio arrebatado,
musa y amada, odiada también,
¿dónde está mi morada?

Canto la canción de los nenúfares,
y su lejana salinidad convoca el lienzo
de su desnudez, donde muertos se ahogan
y regurgitan la vida masticada.

La nada adormece la sintaxis de mi lenguaje,
y mi existencia sensorial desaparece, se desqueja.

Malditos bienaventurados
qué privilegio de habitar su universo, reitero

yo no puedo habitar el universo,
privado estoy de mis cosechas,
del amor crónida,
del tiempo,
de la vida y la muerte.

Bendito, yo, porque soy justo,
porque evito el destino
y convido al buen banquete

porque siembro para la plaga
y no para el hambre,

porque escribo exordios
insondables,

porque me cuido y le cuido del destino,
cruel; del farruco osmótico del tiempo relativo…

Bendito de nuevo,
porque mi amor no le arrastrará
al futuro incierto,
pues es el más puro

el más razonable,
y el más prudente y mesurado,
el más firme y orgulloso,
el más virtuoso.

La muerte no necesita explicaciones

La muerte no necesita explicaciones

Cómo explicarle a alguien que va a morir
en medio del vacío y de lo anacrónico,
cómo inducir la vida en un diálogo monoléctico
y desproporcionado, casi inválido,

cómo fraguar la más noble traición
sin que el arma apunte al cielo cual dianas y ruleta,
y desencantar al durmiente con un ósculo de partera
haciéndole atisbar nuevas esperanzas, nuevas conjeturas, otras razones,
diversos amores y acostumbrados dolores

y a pesar del estoicismo, para qué intentar
del modo más patético explicarle a ese alguien
la razón de su muerte, si agónicamente
lo único que se deduce es la consecuencia,
una dialéctica inquebrantable del espíritu...

para qué explicar la muerte si se puede explicar la vida...
que es inmanente, el origen que necio contra necio
retoza en la alquimia de lo transmutado...

Se deberá, por medio de la más insensata compasión
explicar la defunción, dar razón de un gramema
que sea la convergencia de la retórica que discurre
en las presunciones, en los silabarios inaudibles,
en la garganta desgarrada de la agonía...

Que se le anticipe a la muerte una factura
de seudoburocracia, documentos y membretes
de recurrencias...
que se le rellenen los ábacos con cuentas de inocencia
y los dedos con horas de reversa.

A la moribunda, alma mía, cierta mañana le dije:
no mueras,

Venda tus sueños antes que tus ojos
y amordaza el deseo con sumo cuidado,
antes de que muerda

Pinta el atardecer con crayón,
para que al llover se deslave,
y la noche tenga estrías que revelen el cosmos.

hierve un recuerdo
como una olla de chocolate en invierno
para que endulce las malas lenguas

compón un silencio,
como una alabanza a Dios,
lo que perdura al final es el luto de lo eterno.

y no mueras

vive lo más que puedas,
y después, después...

La tríada de las picas

La tríada de las picas

Algún día extrañaremos el vacío,
la mirada y el ultraje a lo oscuro,
buscar en lo inexorable razones precarias
que vistan santos con la mano más impúdica
y la gracia más repugnante…

Algún día vendrán días con antifaz de noche,
galantes, como embutidos de lujuria,
al éxodo, ergo, despellejados danzarán
junto a su virgen nómada, embusteros,
y su tráquea de angora vomitará sobre las sombras
recónditas de las cicatrices.

Y a todo lo enfermo, la úlcera del omega,
el trasgo del verso, embebido en sinodales
de vagas retóricas…
me estremecerá la ruptura de las agujas
desangrando la cabeza aura de Cristo,
y sus penetrantes monogramas calzarán
la más infame huella, la huella del segundo mortero.

Algún día…

escribiré cartas en voz baja
a los sueños,
le cantaré al silencio que tose
a tu siniestra,
le bailaré a la desnudez del satélite
…moriremos tan lentamente, que la muerte
enfermará y escribirá su epitafio sobre mi frente.


Mas reposando, la acústica entre los dedos,
un pedazo de trova inmolada,
un guijarro, atávica sonrisa,
semblante, sable y zarpazo… que si algún día
contuviera quietos los recuerdos,
una caja de música saltaría a mi estómago
entretejiendo hamacas con mis vísceras,
y entonces, el sueño bermejo tañería
misas de sol naciente, fecundidad en el aire,
en la noche,
en el embudo noctámbulo de una estrella achatada,
en tus senos,
en el espacio…


Al reverso del verso cuadrático,
la muerte,

y mi esqueleto
en vaivén de péndulo; la tríada de las picas...

Silencio en Neptuno

Lo cierto es que no hay mucho que decir. Los días pasan tapándose los ojos, nefastos y caóticos, tomados de una cadena que aferra sus muñecas y los transporta como esclavos, uno tras otro. Y si algo pudiera decir de los días, tendría por necesario volverme anacrónico y anticiparme a la historia, antes de que esta me abofetee a la cara por vividor y beligerante en las horas de insípida consagración. Pero ese algo, ese verbo o sustantivo, adjetivo o adverbio, mutador de cuanta historia, no llega todavía a mi lengua ni a la tinta convulsa que da un color antiguo a mis ideas contemporáneas, pues se ha quedado atorado, por casualidad divina o azarosa, en el embudo atávico de la espera. Mientras las palabras llegan, me permito esperar en tanto los días pasan como una película antigua, cuyos colores amargos estrían los bocetos de una vida nunca llegada, haciéndola más vieja que aquellos fotogramas empecinados en correr, y aunque sea yo, perezoso y apático el único que observa tan semejante filme, les convido a otros cuantos, a los que la vida les ha servido un plato vacío, sentarse en la senilidad del tiempo a observar el desenlace de esta obra artística.

Cuántas veces habría de morir un hombre para que su última voluntad sea un suspiro póstumo al silencio que su andar, en un ardid frenético dejó tambaleando como la falda de una campana entre los gritos más sonoros de la consternación, luego de que el llanto ajeno de sus familiares y amantes emprendiera el fino esbozo de un sepulcro eterno. Cuántas veces ha de resucitar un hombre, para que esa última voluntad, ese silencio añorado sea un fenómeno explícito que deje mudo al universo. Cuántas veces un hombre ha de morir, o por lo menos creer morir, y hacerse el muerto para saber que hay días que pasan amarrados de otros días inidentificables; que ese silencio busca ser universal, como un rezo al pecado o a la muerte, como una pieza encontrada del deseo entre la basura del recato. Si el hombre ha elegido bienmorir en un instante donde nada más habita que aquel invisible suspiro, seguramente elegiría por epitafio una pregunta, ¿y tú qué tienes que decir?

Qué le hablaría al silencio, cuando el no sé qué presione y combatiera por detrás de todas las fronteras del azoramiento por saberse independiente y un fino emperador, y un tal no sé quién firmara un acta donde se le prohíbe al silencio expresarse. Seguramente tú tendrías tantas cosas que decirle al Silencio y a no sé quién tantas injurias espesas por decretar el no sé qué, que para tu desgracia será tu sordera. Efectivamente, qué le hablaría al silencio, si este cuelga de tu sombra, ¿le diría, ¡hey tú!, que te arrastras como una mancha detrás de mi mujer, que te aferras como un grito agudo, de esos agudos que sólo los perros entienden, porque has de esperar los retazos de su carne, para alimentar a los vagos animales que retozan manufacturando su obra a costa de su carne, oh! piel frívola, y sus huesos más duros que el acero; los colmillos ávidos están, sí, ávidos de un gruñido o un ladrido, que aguce hasta el más fino olfato, pues detrás de todo silencio como tú, que sigue a la dama, hay una carnicería para bestias; suelta las vestiduras de mi amada, aleja prenda toda de su figura y deja que sus huellas dejen un silencio que yo entienda? Le diría al silencio, más bien, que estoy desesperado por contarle un breve secreto que otro silencio me trajo desde tus labios. Y sin embargo, para entender el idioma de tus labios, tendría que ser ciego y aprender el braile, leerlos con mi lengua, para que al final describan lo que siempre vinieron a decirme, Silencio…


Cuando un hombre no tiene nada que decir y se sienta sobre sus miserias, tiene por miedo el volverse el antagónico de esta historia polifónica. Quién diría que la guitarra de Silvio o de Santiago algún día sucumbieron a tal eventualidad silente, donde fueron superadas por el desdén semántico de un hombre embravecido sobre almanaques de eco, donde todos los ecos se venden, así como las guitarras y las voces apagadas se venden al silencio por un cuarto de suspiro y no dejan de cantar toda la noche. Un hombre que hoy no tiene nada que decir deja que Silvio hable por él, deja que la música metabolice al pensamiento, deja que la luna le recuerde que es de noche, que el viento le recuerde su ligereza, que la muerte le recuerde que está vivo. Ay! la muerte, sí, exhuberancia de los cosmos andróginos, hay días en que gozaríamos porque grabaras en tu cámara nuestra última voluntad.



Lo que voy a anunciar a continuación es lo propiamente relevante a la metamorfosis de los semblantes más oblicuos de mi mezquindad. No anteponiendo mi talante sobre cualquier desdicha humana, retengo las consagraciones a las miserables misas rubias con que la mañana unge todo retrato. Ese cuadro echo a mano, pintado por la más inhumana figura artística, por un semidios o un pintor bastante despiadado, luce bajo capas y capas de rencores; el óleo desenmascara los ruidosos espectros que gruñen, gimen, parlotean, silencian en los espacios estrechos y los más recónditos lares del valle de México. Si un Dios permite semejantes monstruosidades caer aferradas a los paralelos del globo, me pregunto cuánto desdén habrá en aquella pobre infeliz figura sacrosanta. En aquel hombre enlutado de blancos colores cuántas penas no brincan y corren como vivos y plenos infantes, anunciando un preludio a la inmortalidad innata del personaje, que se vanagloria de ser un campo de perfumes, seductor implacable para las bondades de un espíritu enfermo. No es por acusar al dador de vida de ser un completo imbécil, ni mucho menos injuriar su creación con explicaciones ontológicas relacionadas a la inefable atracción de lo sublime con lo terrible. Si me fuera lícito evidenciar lo que digo con una demagogia, establecería que el fuero de todo habitante en esta ciudad es alabar la figura patética de Dios a los pies de un cielo moribundo. Toda obra de arte es así, aludida a los mares incógnitos de un severo cielo cosmogónico, donde todos los muertos parecen llevar entre crisoles, estandartes dignos de la admiración de cualquier rey, caballero o virgen. Pues en sus colores rebosantes, con el labial con que la noche ufana se maquilla, viaja la aurora precedente al ósculo de la destrucción planetaria. Si bien no se ha comprendido del todo bien el papel del arquitecto de sueños en este mundo de codicias, bastará hurgar en la basura de todo burócrata y rescatar de sus archivos un mapa de constelaciones y una rosa de los vientos, y por su puesto una brújula que apunte a la luna siempre que se busque el sol.

Así pues, con la fe hundida entre las rocas de lo que un día fue la edificación más imponente del reino de los cielos, camino tomándole la mano al diablo. Una cadena ciega pero escandalosa fricciona contra la tierra que levanta suspiros y grotescos gritos de todos los muertos que yacen debajo, depredados por los gusanos y por los manantiales de magma, que al paso del demonio inundan los cráneos todavía sensibles de los antes vivos. Recorrimos jornadas interminables al paso de un alado reptil, cuyo cuerpo estriaba el cielo yerto. Al unísono de una ventisca preñada de todos los olores y sulfuros, de risotadas y planes secretos, también marchábamos presurosos con el miedo en las pupilas y las sienes coronadas de oliva. Y sin embargo, hay que estrechar todas las vertientes humanas que allí se agazapan, modelarlas como una pieza de maquinaria, un tornillo, una tuerca, para que la fábrica de fe se estabilice. De tal manera un brioso recelo invadió mi mente, que de por sí ya era una ráfaga de ideas picudas, y solté al diablo su mano, arrancándosela en un movimiento súbito. Lloriqueando se quedó sobre la tierra, maldiciendo la fortuita hora en que su maldición habría de caer hacia los hombres por tan despreciable prueba de mezquindad, gracias a un hombre más común que el oxígeno, gracias a un pobre imbécil que se atrevía a seguir la ruta de los astros persiguiendo a las hormigas.

Y cuando por fin me transformé en hombre lobo huí de la sombra de aquella luna que de tus mamas se estrelló contra la noche, dejando un hueco de respiración para el rastro de Sagitario, derramando mi sangre sacrílega para que la encontrases después, también, siguiendo el cadáver de Dios y del diablo que a un lado, donde los arcenes se despegan como los huesos de la luna que los alumbra, están esperando sepulcro.
Búscame en las campañas más sanguinarias, en las paredes de un castillo encantado, detrás de los ojos de un gato fotografiando la radiografía de la noche, debajo de un sauce masticando el silencio con tus recuerdos. Búscame en la sangre y no en la navaja del asesino, búscame en los poetas, no en la poesía; en la viñeta y no en el sueño; y si no me encuentras todavía, búscame en la muerte, pero no se te ocurra buscarme en vida.

No se busque en mis anaqueles una brújula que apunte al sol, pues apuntará a los satélites más brillantes, allí donde digo sol cuando anochece y duerme en el seno de un cinturón de asteroides, no se me busque, hombre tercero en el vientre aciago de la tierra, encuéntreseme desde un alto edificio en el Valle de México poniendo, para alcanzar a Neptuno, una escalera.

II

Por esos días andaba perdido sobre los andamios de mi carrera. Trastabillaba, auguraba mi caída un aplauso de consolación, que desde abajo también reía. Si fuera malabarista o trapecista, cuánta gente no se habría burlado de mi desencanto, de mi poca ética profesional, pues no sé hacer nada más que reírme cuando una mentada de madre escalona mis tensiones. El único afecto que se fuga, en nombre de la quimera es este tremendo y mortal que de una caja de Pandora sale replegado, como un trozo de papel donde escribiste un heraldo, tus memorias manchadas con un círculo hecho por tu taza de café aquella mañana sombría, el único deseo que prevalece como un efluvio sarcástico y misántropo, concupiscente, romántico y lujurioso, desmembrado, ufano, el papel que guarda los secretos más enormes, otro silencio. Pues así es, mi carrera de bufón parece colapsar, cada que entre el público apareces como una maga, sin que te vea llegar, para desaparecer ante mis ojos como se esfuma la penumbra ante una lámpara. Entonces caigo, la gente aplaude; y yo río, río, sin saber que me he fracturado el alma.


Cuando regreso a casa, el vapor de la estufa enciende mis sentidos, tú estás frente a una olla de chocolate, hirviéndolo, moviendo pacientemente la cuchara hasta que quede espeso y lo sirves en tazas de buen tamaño. El humo, serpientes níveas que seducen el espacio, un calor estrecho que recorre los poros de mi sangrante espíritu, que tras una jornada difícil transpira la mortaja maniatada de mi febril ansia por asestarte una horda de pasiones en la piel. Delicia, ternura que habla entre los dientes y los corchetes del silencio que toca a la puerta sin que le abramos. Nuestras miradas se cruzan como dos sables despiadados buscando la garganta. La caliginosa danza de la cigarra allá afuera, el urdir de la garra del lobo, la guadaña de la muerte descansando en un poste, mientras la muerte, ebria, está tendida en la banqueta. Por qué no habrías de beber, mi amor, de ese cálido silencio que has preparado. ¿Acaso mi boca y tu boca suturadas con las hebras del delirio no tienen nada más que reprochar ante este soliloquio, este monólogo, esta melopea lasciva? Bebe de tu sortilegio, que no me excuse el pecado si al amarte entre tanto silencio te desnudo y te depredo, pues qué más podemos perder, si la soledad es nuestro único abrigo.

Y al despertar, el orgasmo entre las piernas, como una hormiga sigue caminando hasta que se escapa entre las sábanas. Y tus piernas, ay!, tus muslos a escala de un valle, tus senos pequeños consumidos como dunas por mis labios, tus sienes decoradas por gotitas de sudor. Ah! el sudor, después de hacer el amor, cualquier poeta recordaría la vez en que se fue a crear el mundo. Una traba expuesta por las grietas doradas del cielo, pues no hay grietas en el mar, sino las únicas causadas cuando te levantas de la cama y estallas tu fertilidad bajo mi lengua. Y mientras desnuda y magnífica te rehaces faraónica, yo atisbando en la ventana tejo recuerdos con las palabras mortales que dejamos sobre la alfombra.

III

Recuerdo al poeta enajenado y necio, y bien valdría la pena hacer un memorando o una reminiscencia que centellee solamente, que solamente parpadee, para que así no puedan contemplarlo en su acto de amor que pudiera ser bestial, sobrenatural, inapropiado. Aquella vez, el silencio llovía sobre la abandonada ciudad, y sobre su cama, el poeta balanceaba una letra tras otra, colocándola, verbo a verbo hasta formar arquitecturas que impresionarían a cualquier ilustrado. Pero sin embargo, el viento llevaba la tristeza acuñada, y amarrada como a un perro la soledad iba intacta. Todo terminaba desmoronándose en un estruendo, que a no ser por el silencio que aún llovía, se escucharía en las paredes del mundo como un eco desenfrenado, y quizás, tal estruendo de destrucción, esa explosión erótica llegaría a los oídos más cercanos a ese alejamiento. Las esperanzas del poeta radican en la única compañera, que a pesar de ser la más puta, presagiaba un breve castigo, lustroso, malsano y lastimoso: darle muerte al amado, digna sepultura en bravezas de gusanos y tierra, todo acostumbrado al olvido.

Si un silencio es más silente que otro, se ejemplificaría en una lluvia del mismo. Una tormenta eléctrica, fuertes truenos e invisibles rayos, que manera más colosal de fragmentar los silencios y jerarquizarlos entre sonoridad. Más al poeta que le importa si llueve, truena o escampa el silencio. Si en esta ciudad – se repite el poeta – la lluvia hija de puta nunca deja de mojar las calles solitarias. Cuántas veces, habrá que preguntarle al poeta, cuántas veces ha salido a mojarse y reventar de alegría, y escribir de inmediato una epopeya que delibere en la majestuosidad de una tierra que diluvia, sí, que diluvia silencio perpetuamente.

Entonces fue que el día en que la muerte tejía su dogal en la mecedora, que aquella mujer tocó a su puerta. Anhelante de respuestas abrió de par en par la puerta, y ella entró rebosante y empapada, y cada gota de silencio, parecía hablar, como si tuviera querellas y cavilaciones humorísticas que denotaran la alegría que emanaba de aquel cuerpo lúcido, seductor, excitante y hermoso. Sin decir palabra alguna, como era costumbre del silencio, ambos se trenzaron desnudos sobre la cama, figurando entes y quimeras con sus cuerpos encendidos como una lámpara, batiendo sus cinturas, rasguñando la piel del uno y del otro. Rendidos al cansancio, quedaron dormidos, y él despertado por la muerte, vio el sudor que coronaba las sienes de su amada, entonces escribió y magnificó aquella esquirla de sal; escampó en aquella ciudad, y la luna brillaba en lo alto, nunca antes vista, inexistente hasta ese día. Y aquel cuarzo menguante, de sien coronada, se convirtió en la escarcha platina de un cielo encorvado, y la luna llena plateando sonrió cuando el poeta, de la mano de la muerte salió de su casa para nunca volver.

IV

Yo recuerdo a ese poeta, pues ahora añoro entre tanto grito las tardes en que la lluvia de silencio corrompía mi soledad. Pues el hombre cansado de morir, cuando su altivez pronuncia lo indecible, no le remedian ni los días en que nada tiene que decir.


V

Juegas ajedrez con mis huesos,
y descuartizas mi alma para armar un rompecabezas uniforme,
usas mis palabras como un anagrama del silencio,
y la muerte sigue siendo una excusa para atar los recuerdos.

La hora de la gaviota

Como su cuna, sobre el eclipse soñaba,
la luna…

Al albo afeitó sus barbas, luego libó
su taza de eternidad.

Le supo cortada su bebida láctea, entonces
vomitó.

Sonrió más noche, creciente y aludida
supo de la perniciosa efeméride…

Cantó a su amado como un heraldo,
y la muerte la silenció…

Agitó sus alas la gaviota, se internó en los mares,
…llegó el sol.

Misiva a Silvio Rodríguez

Yo también voy a hacer mi testamento, uno que huela a azufre...

¿Qué pasa con el mundo? Yo no lo entiendo. Cada vez todo es más oscuro, todo se envuelve en una capa densa de oscura materia. La ciudad ya no huele a revolución ni a independencia; la gente apesta a culpa y a pólvora. El cielo se enciende en un acto apocalíptico y hay un silencio tremendo que pende del cielo, barnizado con pólvora. Veo que los cielos son rojos, como de fuego, veo que hay planetas que implosionan a lo lejos, estrellas de harina que se hornean en las alas blandengues de una nave cósmica. No entiendo las matemáticas, ni la física, ni mucho menos sé cómo hornear una estrella para que se vea más hermosa cada noche. Si es que veo la noche sólo encuentro nubarrones mórbidos y teñidos de plomo. En cada esquina un joven de dudosa reputación acecha y pela ojo al transeúnte que con paso preciso y apresurado aprieta su mano contra el bolsillo del pantalón, para que no suenen las monedas ruidosas de su día de pago. Veo que hay un asesino sonriendo con ternura a un santo y a una virgen en un pedestal; las flores que adornan los altares cuentan gramo a gramo la carne putrefacta y litro por litro la sangre derramada. Veo que el asesino se aleja y es iluminado por la gracia patética de un Dios que nos ha abandonado. Veo una lágrima en el rostro invisible de la tristeza que antes reía y reía cuando pasaba cantando una canción (comúnmente La era está pariendo, vamos a andar...) Ahora pulula entre sollozos sobre una viñeta de miedo que se infla con éter sobre la aglomerada ciudad.

La muerte dejó de ser la comadrona que solía visitar a mi abuela para echar el "chisme", mientras le ayudaba a parir esperanzas. Esa muerte tiene engranes ahora, fue suplida por una máquina de acero inoxidable. Hasta las almas fueron cambiadas por hadrones y átomos que menguan en lugar de lunas. Yo veo al mundo, y no lo comprendo. Sencillamente no entiendo lo que las palabras Revolución y Evolución explican de si mismas. Soy creyente y apelo al dogma: No creo en lo que creo, para no olvidarme así de lo que estoy consciente. Mi evolución es pragmática y me adecuo al día y a la noche como todos en mi jodida ciudad. Mi ciudad de polvo pega gritos en las alturas de un abismo sin borde: ¡Que tremenda soledad!

Les pregunté a una estrella y a una rata si hacía bien en refugiarme en el canto y la poesía, pero la estrella estaba tan ocupada hinchándose en sus luces y la rata hurgando en la basura, que me quedé con la cara de idiota esperando respuesta. Dormí entonces, soñé luego y desperté con el ansia febril de un inquisidor. Salí a la calle y grité mi soledad en silencio. Más tarde el Universo me preguntó a mí con una entonación pobre y una resonancia desafinada: ¿Qué pasa con el mundo? Y yo, con la somnolencia de todas las noches respondí: ¿Con el mundo, cuál mundo?

Viceversa, aludía a la vieja escuela inglesa y los proverbios se magnetizaron en mi cerebro: "Las horas de la locura, las mide el reloj" Así lo comprendí. Le grité al Universo: El mundo es la locura, sabrás entonces por qué todo tiene edad. El universo soltó la risotada y me regaló una lluvia como boreal, donde cada gota era un propósito y un alivio, como un alma, como un cuarzo hecho con las hebras de Dios.

Descubrí que mi alma es una metáfora y mi espíritu sigue siendo metafísico. Qué bien jugué a ser "Cosmonauta" :)

Otorgo el epíteto al ajeno, al risueño encantador que por las noches canta sus quimeras a la muerte desde un banquito postrado sobre la luna.

Al trovador le dejo mis silencios, para que los colme del veneno y del perfume de las ninfas añoradas, para que cuando grite no llegue la congoja, y mi soledad y la de mi pueblo sea escuchada.

A mi amante le dejo mi muerte y mis cenizas, mi vida y mi sano juicio.

A mis palabras les dejo una caja musical: El Universo. (casi se me olvidaba eso)

A mis hijos les dejo mis deudas, reproches, historia, mi tumba, mi recuerdo y mis discos de Silvio Rodríguez.

A ese tal Silvio Rodríguez le dejo una pregunta en muchas: ¿Qué pasa con el mundo, el universo, la muerte, la canción y la poesía?

y algo más:

Yo sé como es tomar un colibrí que se acurruca entre tus manos y sentir el latir de su corazón que es como un zumbido, un electrochoque de alivios pequeñitos, de tranquilidades, de naturalezas que escampan de tanta mierda y miseria. La sonrisa lacónica de este animalito verduzco, sus alitas plegadas al vientre y el pico rudimentario de un engendro amable, despiertan siempre mis ansias infantiles de saber que nuestra vida es más corta que un octavo del batir de sus alas, y sin embargo, tan terriblemente bella como él.

Señor Silvio, ¿Dónde ha quedado la locura?

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