Silencio en Neptuno

Lo cierto es que no hay mucho que decir. Los días pasan tapándose los ojos, nefastos y caóticos, tomados de una cadena que aferra sus muñecas y los transporta como esclavos, uno tras otro. Y si algo pudiera decir de los días, tendría por necesario volverme anacrónico y anticiparme a la historia, antes de que esta me abofetee a la cara por vividor y beligerante en las horas de insípida consagración. Pero ese algo, ese verbo o sustantivo, adjetivo o adverbio, mutador de cuanta historia, no llega todavía a mi lengua ni a la tinta convulsa que da un color antiguo a mis ideas contemporáneas, pues se ha quedado atorado, por casualidad divina o azarosa, en el embudo atávico de la espera. Mientras las palabras llegan, me permito esperar en tanto los días pasan como una película antigua, cuyos colores amargos estrían los bocetos de una vida nunca llegada, haciéndola más vieja que aquellos fotogramas empecinados en correr, y aunque sea yo, perezoso y apático el único que observa tan semejante filme, les convido a otros cuantos, a los que la vida les ha servido un plato vacío, sentarse en la senilidad del tiempo a observar el desenlace de esta obra artística.

Cuántas veces habría de morir un hombre para que su última voluntad sea un suspiro póstumo al silencio que su andar, en un ardid frenético dejó tambaleando como la falda de una campana entre los gritos más sonoros de la consternación, luego de que el llanto ajeno de sus familiares y amantes emprendiera el fino esbozo de un sepulcro eterno. Cuántas veces ha de resucitar un hombre, para que esa última voluntad, ese silencio añorado sea un fenómeno explícito que deje mudo al universo. Cuántas veces un hombre ha de morir, o por lo menos creer morir, y hacerse el muerto para saber que hay días que pasan amarrados de otros días inidentificables; que ese silencio busca ser universal, como un rezo al pecado o a la muerte, como una pieza encontrada del deseo entre la basura del recato. Si el hombre ha elegido bienmorir en un instante donde nada más habita que aquel invisible suspiro, seguramente elegiría por epitafio una pregunta, ¿y tú qué tienes que decir?

Qué le hablaría al silencio, cuando el no sé qué presione y combatiera por detrás de todas las fronteras del azoramiento por saberse independiente y un fino emperador, y un tal no sé quién firmara un acta donde se le prohíbe al silencio expresarse. Seguramente tú tendrías tantas cosas que decirle al Silencio y a no sé quién tantas injurias espesas por decretar el no sé qué, que para tu desgracia será tu sordera. Efectivamente, qué le hablaría al silencio, si este cuelga de tu sombra, ¿le diría, ¡hey tú!, que te arrastras como una mancha detrás de mi mujer, que te aferras como un grito agudo, de esos agudos que sólo los perros entienden, porque has de esperar los retazos de su carne, para alimentar a los vagos animales que retozan manufacturando su obra a costa de su carne, oh! piel frívola, y sus huesos más duros que el acero; los colmillos ávidos están, sí, ávidos de un gruñido o un ladrido, que aguce hasta el más fino olfato, pues detrás de todo silencio como tú, que sigue a la dama, hay una carnicería para bestias; suelta las vestiduras de mi amada, aleja prenda toda de su figura y deja que sus huellas dejen un silencio que yo entienda? Le diría al silencio, más bien, que estoy desesperado por contarle un breve secreto que otro silencio me trajo desde tus labios. Y sin embargo, para entender el idioma de tus labios, tendría que ser ciego y aprender el braile, leerlos con mi lengua, para que al final describan lo que siempre vinieron a decirme, Silencio…


Cuando un hombre no tiene nada que decir y se sienta sobre sus miserias, tiene por miedo el volverse el antagónico de esta historia polifónica. Quién diría que la guitarra de Silvio o de Santiago algún día sucumbieron a tal eventualidad silente, donde fueron superadas por el desdén semántico de un hombre embravecido sobre almanaques de eco, donde todos los ecos se venden, así como las guitarras y las voces apagadas se venden al silencio por un cuarto de suspiro y no dejan de cantar toda la noche. Un hombre que hoy no tiene nada que decir deja que Silvio hable por él, deja que la música metabolice al pensamiento, deja que la luna le recuerde que es de noche, que el viento le recuerde su ligereza, que la muerte le recuerde que está vivo. Ay! la muerte, sí, exhuberancia de los cosmos andróginos, hay días en que gozaríamos porque grabaras en tu cámara nuestra última voluntad.



Lo que voy a anunciar a continuación es lo propiamente relevante a la metamorfosis de los semblantes más oblicuos de mi mezquindad. No anteponiendo mi talante sobre cualquier desdicha humana, retengo las consagraciones a las miserables misas rubias con que la mañana unge todo retrato. Ese cuadro echo a mano, pintado por la más inhumana figura artística, por un semidios o un pintor bastante despiadado, luce bajo capas y capas de rencores; el óleo desenmascara los ruidosos espectros que gruñen, gimen, parlotean, silencian en los espacios estrechos y los más recónditos lares del valle de México. Si un Dios permite semejantes monstruosidades caer aferradas a los paralelos del globo, me pregunto cuánto desdén habrá en aquella pobre infeliz figura sacrosanta. En aquel hombre enlutado de blancos colores cuántas penas no brincan y corren como vivos y plenos infantes, anunciando un preludio a la inmortalidad innata del personaje, que se vanagloria de ser un campo de perfumes, seductor implacable para las bondades de un espíritu enfermo. No es por acusar al dador de vida de ser un completo imbécil, ni mucho menos injuriar su creación con explicaciones ontológicas relacionadas a la inefable atracción de lo sublime con lo terrible. Si me fuera lícito evidenciar lo que digo con una demagogia, establecería que el fuero de todo habitante en esta ciudad es alabar la figura patética de Dios a los pies de un cielo moribundo. Toda obra de arte es así, aludida a los mares incógnitos de un severo cielo cosmogónico, donde todos los muertos parecen llevar entre crisoles, estandartes dignos de la admiración de cualquier rey, caballero o virgen. Pues en sus colores rebosantes, con el labial con que la noche ufana se maquilla, viaja la aurora precedente al ósculo de la destrucción planetaria. Si bien no se ha comprendido del todo bien el papel del arquitecto de sueños en este mundo de codicias, bastará hurgar en la basura de todo burócrata y rescatar de sus archivos un mapa de constelaciones y una rosa de los vientos, y por su puesto una brújula que apunte a la luna siempre que se busque el sol.

Así pues, con la fe hundida entre las rocas de lo que un día fue la edificación más imponente del reino de los cielos, camino tomándole la mano al diablo. Una cadena ciega pero escandalosa fricciona contra la tierra que levanta suspiros y grotescos gritos de todos los muertos que yacen debajo, depredados por los gusanos y por los manantiales de magma, que al paso del demonio inundan los cráneos todavía sensibles de los antes vivos. Recorrimos jornadas interminables al paso de un alado reptil, cuyo cuerpo estriaba el cielo yerto. Al unísono de una ventisca preñada de todos los olores y sulfuros, de risotadas y planes secretos, también marchábamos presurosos con el miedo en las pupilas y las sienes coronadas de oliva. Y sin embargo, hay que estrechar todas las vertientes humanas que allí se agazapan, modelarlas como una pieza de maquinaria, un tornillo, una tuerca, para que la fábrica de fe se estabilice. De tal manera un brioso recelo invadió mi mente, que de por sí ya era una ráfaga de ideas picudas, y solté al diablo su mano, arrancándosela en un movimiento súbito. Lloriqueando se quedó sobre la tierra, maldiciendo la fortuita hora en que su maldición habría de caer hacia los hombres por tan despreciable prueba de mezquindad, gracias a un hombre más común que el oxígeno, gracias a un pobre imbécil que se atrevía a seguir la ruta de los astros persiguiendo a las hormigas.

Y cuando por fin me transformé en hombre lobo huí de la sombra de aquella luna que de tus mamas se estrelló contra la noche, dejando un hueco de respiración para el rastro de Sagitario, derramando mi sangre sacrílega para que la encontrases después, también, siguiendo el cadáver de Dios y del diablo que a un lado, donde los arcenes se despegan como los huesos de la luna que los alumbra, están esperando sepulcro.
Búscame en las campañas más sanguinarias, en las paredes de un castillo encantado, detrás de los ojos de un gato fotografiando la radiografía de la noche, debajo de un sauce masticando el silencio con tus recuerdos. Búscame en la sangre y no en la navaja del asesino, búscame en los poetas, no en la poesía; en la viñeta y no en el sueño; y si no me encuentras todavía, búscame en la muerte, pero no se te ocurra buscarme en vida.

No se busque en mis anaqueles una brújula que apunte al sol, pues apuntará a los satélites más brillantes, allí donde digo sol cuando anochece y duerme en el seno de un cinturón de asteroides, no se me busque, hombre tercero en el vientre aciago de la tierra, encuéntreseme desde un alto edificio en el Valle de México poniendo, para alcanzar a Neptuno, una escalera.

II

Por esos días andaba perdido sobre los andamios de mi carrera. Trastabillaba, auguraba mi caída un aplauso de consolación, que desde abajo también reía. Si fuera malabarista o trapecista, cuánta gente no se habría burlado de mi desencanto, de mi poca ética profesional, pues no sé hacer nada más que reírme cuando una mentada de madre escalona mis tensiones. El único afecto que se fuga, en nombre de la quimera es este tremendo y mortal que de una caja de Pandora sale replegado, como un trozo de papel donde escribiste un heraldo, tus memorias manchadas con un círculo hecho por tu taza de café aquella mañana sombría, el único deseo que prevalece como un efluvio sarcástico y misántropo, concupiscente, romántico y lujurioso, desmembrado, ufano, el papel que guarda los secretos más enormes, otro silencio. Pues así es, mi carrera de bufón parece colapsar, cada que entre el público apareces como una maga, sin que te vea llegar, para desaparecer ante mis ojos como se esfuma la penumbra ante una lámpara. Entonces caigo, la gente aplaude; y yo río, río, sin saber que me he fracturado el alma.


Cuando regreso a casa, el vapor de la estufa enciende mis sentidos, tú estás frente a una olla de chocolate, hirviéndolo, moviendo pacientemente la cuchara hasta que quede espeso y lo sirves en tazas de buen tamaño. El humo, serpientes níveas que seducen el espacio, un calor estrecho que recorre los poros de mi sangrante espíritu, que tras una jornada difícil transpira la mortaja maniatada de mi febril ansia por asestarte una horda de pasiones en la piel. Delicia, ternura que habla entre los dientes y los corchetes del silencio que toca a la puerta sin que le abramos. Nuestras miradas se cruzan como dos sables despiadados buscando la garganta. La caliginosa danza de la cigarra allá afuera, el urdir de la garra del lobo, la guadaña de la muerte descansando en un poste, mientras la muerte, ebria, está tendida en la banqueta. Por qué no habrías de beber, mi amor, de ese cálido silencio que has preparado. ¿Acaso mi boca y tu boca suturadas con las hebras del delirio no tienen nada más que reprochar ante este soliloquio, este monólogo, esta melopea lasciva? Bebe de tu sortilegio, que no me excuse el pecado si al amarte entre tanto silencio te desnudo y te depredo, pues qué más podemos perder, si la soledad es nuestro único abrigo.

Y al despertar, el orgasmo entre las piernas, como una hormiga sigue caminando hasta que se escapa entre las sábanas. Y tus piernas, ay!, tus muslos a escala de un valle, tus senos pequeños consumidos como dunas por mis labios, tus sienes decoradas por gotitas de sudor. Ah! el sudor, después de hacer el amor, cualquier poeta recordaría la vez en que se fue a crear el mundo. Una traba expuesta por las grietas doradas del cielo, pues no hay grietas en el mar, sino las únicas causadas cuando te levantas de la cama y estallas tu fertilidad bajo mi lengua. Y mientras desnuda y magnífica te rehaces faraónica, yo atisbando en la ventana tejo recuerdos con las palabras mortales que dejamos sobre la alfombra.

III

Recuerdo al poeta enajenado y necio, y bien valdría la pena hacer un memorando o una reminiscencia que centellee solamente, que solamente parpadee, para que así no puedan contemplarlo en su acto de amor que pudiera ser bestial, sobrenatural, inapropiado. Aquella vez, el silencio llovía sobre la abandonada ciudad, y sobre su cama, el poeta balanceaba una letra tras otra, colocándola, verbo a verbo hasta formar arquitecturas que impresionarían a cualquier ilustrado. Pero sin embargo, el viento llevaba la tristeza acuñada, y amarrada como a un perro la soledad iba intacta. Todo terminaba desmoronándose en un estruendo, que a no ser por el silencio que aún llovía, se escucharía en las paredes del mundo como un eco desenfrenado, y quizás, tal estruendo de destrucción, esa explosión erótica llegaría a los oídos más cercanos a ese alejamiento. Las esperanzas del poeta radican en la única compañera, que a pesar de ser la más puta, presagiaba un breve castigo, lustroso, malsano y lastimoso: darle muerte al amado, digna sepultura en bravezas de gusanos y tierra, todo acostumbrado al olvido.

Si un silencio es más silente que otro, se ejemplificaría en una lluvia del mismo. Una tormenta eléctrica, fuertes truenos e invisibles rayos, que manera más colosal de fragmentar los silencios y jerarquizarlos entre sonoridad. Más al poeta que le importa si llueve, truena o escampa el silencio. Si en esta ciudad – se repite el poeta – la lluvia hija de puta nunca deja de mojar las calles solitarias. Cuántas veces, habrá que preguntarle al poeta, cuántas veces ha salido a mojarse y reventar de alegría, y escribir de inmediato una epopeya que delibere en la majestuosidad de una tierra que diluvia, sí, que diluvia silencio perpetuamente.

Entonces fue que el día en que la muerte tejía su dogal en la mecedora, que aquella mujer tocó a su puerta. Anhelante de respuestas abrió de par en par la puerta, y ella entró rebosante y empapada, y cada gota de silencio, parecía hablar, como si tuviera querellas y cavilaciones humorísticas que denotaran la alegría que emanaba de aquel cuerpo lúcido, seductor, excitante y hermoso. Sin decir palabra alguna, como era costumbre del silencio, ambos se trenzaron desnudos sobre la cama, figurando entes y quimeras con sus cuerpos encendidos como una lámpara, batiendo sus cinturas, rasguñando la piel del uno y del otro. Rendidos al cansancio, quedaron dormidos, y él despertado por la muerte, vio el sudor que coronaba las sienes de su amada, entonces escribió y magnificó aquella esquirla de sal; escampó en aquella ciudad, y la luna brillaba en lo alto, nunca antes vista, inexistente hasta ese día. Y aquel cuarzo menguante, de sien coronada, se convirtió en la escarcha platina de un cielo encorvado, y la luna llena plateando sonrió cuando el poeta, de la mano de la muerte salió de su casa para nunca volver.

IV

Yo recuerdo a ese poeta, pues ahora añoro entre tanto grito las tardes en que la lluvia de silencio corrompía mi soledad. Pues el hombre cansado de morir, cuando su altivez pronuncia lo indecible, no le remedian ni los días en que nada tiene que decir.


V

Juegas ajedrez con mis huesos,
y descuartizas mi alma para armar un rompecabezas uniforme,
usas mis palabras como un anagrama del silencio,
y la muerte sigue siendo una excusa para atar los recuerdos.

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