Exodus

Como si los segundos pasaran furtivos cual bala y en vano fueran los recuerdos, las locuras, y todo aquello que se amalga entre las paredes de un socorrido tic-tac, para esconderse tras misóginas lunas y cabras parpadeantes. Asi tacho la obra de tan magnánimo artista de los inertes campos de Bielorrusia: Marc Chagall!!





Como el titánico sol en medio del desierto, la muchedumbre palidece en un altiplano convexo que es deslumbrado por el hombre, que en su cabeza debiera la espina sembrar su dote de ponsoña, apremia la pasión de los desgraciados que por debajo le observan, y alzan los brazos como arremetiendo al cielo, con un rostro de tregua para su tierra y mujeres y hombres; y ese tiempo benemérito que ronda en la punta de sus dedos eternamente extendidos. Más por debajo de los azotes de la pasión, hasta donde al parecer, dos vírgenes comparten misma mueca de duelo, está la usanza de la nostalgia. Cristo no mira a ningún lado, pues vaya a saber si importa más su arrepentimiento ó su anhelo incomprendido, que es la tierra natal.


El lienzo se abre en un ángulo que permite la visión de un cerro devorado por la nieve, y pequeñas cabañas que van siendo atolondradas en la llama de la pasión de más arriba; y junto al camino cerrero, el violinista verde parece entonar el réquiem de los dos posibles éxodos del que Chagall pudiera tomar su lienzo.



Pero ah! qué se encuentra a la derecha de la pintura, más invitados. Moisés que sostiene en su derecha la declaración de los pecados y a su izquierda una cabra asoma la cabeza, como es costumbre en la mano de Chagall. El pecado se vuelve huella indeleble, pues qué no puede observarse de las vírgenes, que claramente iluminadas con diferentes matices, entonan a esbozos la manía del Cristo crucificado o del autor mismo. Al contrario de moisés que no conoció a Cristo, pero que abraza el pecado mientras sus ojos posan en el aleteo del viento ensangrentado, sobrios y tristes, como la impávida forma de las vírgenes de en medio. El autor nos invita al pecado y al arrepentimiento, como la más clara y moderna forma de morir sin redimir ni un instante en el sollozo del reloj.


Esa es la visión del Cristo: caos, pena, muerte, musas mal paridas, ciudades podridas... pero junto a su cabeza y su aureola de plata, salta la luz de las cándidas figuras celestes. De nuevo una cabra amanece en total semblante, mientras un niño es paseado sobre la miseria del hambre: el recuerdo de la vida del plebeyo, ó quizás la remembranza del sueño que se vio partido en las trincheras del futuro. El tiempo que reverdece como las hojas de la primavera voltea su marcha, y gira en torno de al revesados tintineos, que son los gritos ultramarinos provenientes de debajo de Cristo; el tiempo que sólo pasa, como el éxodo y el recuerdo...



Del lado izquierdo, el suplicio inventa la postura mendiga que ha sustraído después de la muerte, sin embargo, y con más incógnita que las vírgenes, está la mujer que de cabeza es regresada a la tierra con su hijo en brazos, mientras los amotinados celebran con los brazos elevados el regreso posible de cualquiera de ellos; pero bien ó mal, podría decirse que es sólo el escupitajo del cielo, que en realidad da pie a la familia y al alumbramiento, al amor, a las mujeres, a los hijos y al recuerdo de la tierra que remarcada por el éxodo de migrar, se ve compartida en los pinceles de un hombre, al cual no le distingue ni la muerte ni el vano recuerdo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Seguidores